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¿Qué me Impide Confiar en Dios? - Conmigo Me Basta (11/11)


11. Conmigo me Basta

Los falsos estándares que el mundo nos ha colocado y por medio de los cuales mide nuestro valor en esta tierra, aunado a la falta de identidad en Cristo Jesús, ha hecho que marginemos a Dios de nuestro diario vivir, llevándonos a un peligroso estado de autosuficiencia absoluta. La autosuficiencia de acuerdo con el DRAE es el “estado o condición de quien se basta a sí mismo”. En términos más coloquiales podemos definirla como el acto mediante el cual una persona, comunidad o sociedad puede abastecerse por sí misma para satisfacer sus necesidades básicas y más importantes, y que se estiman relevantes para su supervivencia (comida, vivienda, abrigo, protección), como también hace referencia al estado anímico y emocional que hace que una persona crea no necesitar de nadie para sortear las diferentes situaciones de su vida, es decir, aquella persona que dice “conmigo me basta”.

La autosuficiencia por sí sola no es mala, pero cuando a causa de esta hacemos a Dios a un lado y dejamos de involucrarlo en nuestras actividades diarias, proyectos, planes y toma de decisiones, llegando a creer que no necesitamos de su presencia, es cuando caemos en uno de los más grandes engaños del enemigo en la era moderna.

En una era en la que la tecnología y la civilización conjuntamente han avanzado a pasos agigantados, el hombre cada vez cree necesitar menos de Dios, y se jacta al afirmar que sólo gracias a su propia voluntad, entrega, compromiso y disciplina ha logrado llegar hasta donde está y ha logrado tener lo que tiene, olvidando que “Toda dádiva y todo don perfecto descienden de lo alto, donde está el Padre que creó las lumbreras celestes, y que no cambia como los astros ni se mueve como las sombras” (Santiago 1:17).

La autosuficiencia absoluta ha llevado al hombre, no solo a olvidarse de Dios sino a despreciar a su prójimo por no considerarlo a su nivel, cuando se trata de aquellos que no han alcanzado lo que el mundo define como éxito, que no es otra cosa que aquel un falso valor de la persona sustentado por lo que hace o por lo que tiene, y no por quien se es. Este aspecto, no solo afecta al no creyente sino que también lo vemos como dardo ardiente que lanza el enemigo al corazón del creyente, quien cuando por la gracia del Señor y el poder del Espíritu Santo logra un nivel de conocimiento tal que se vuelve presa de la arrogancia, desdeñando a aquellos hermanos que se encuentran en ciernes.

La autosuficiencia es maravillosa cuando de trabajar para mejorar se trata, pero es terrible cuando la misma nos lleva a pensar que no hemos necesitado a Dios, y que jamás lo necesitaremos. Esta autosuficiencia es la que lleva al hombre a caer en las garras engañosas del enemigo quien lo incita a crear mecanismos, métodos y herramientas que intensifican esta autosuficiencia absoluta, como por ejemplo la autosugestión, la ley de la atracción, la meditación profunda, la programación neurolingüística, la cienciología, etc., y con los cuales el enemigo solo pretende romper la comunión del hombre con su creador.

“Lo que tengo, lo tengo gracias a mis talentos”, “no necesito de nada ni de nadie para ser mejor”, “mis conocimientos me han llevado hasta donde estoy”, “soy más que este o que aquel porque tengo más sabiduría”, “soy líder porque soy mejor que los demás”, “lo mío es mío porque lo he trabajado y nadie me lo puede quitar”, “¿por qué habría de compartir, si yo fui quien lo trabajó?”, “si yo pude los demás también deberían poder, que se esfuercen”, “Dios no estudió ni trabajó por mí”.

Con la autosuficiencia absoluta se exalta nuestro ego y nace el yo discursivo o el “Yoismo”:

“Yo hice”, “Yo pude”, “Yo tengo”, “Yo soy el proveedor”, “Yo estudié”, “Yo fui”, “Yo soy”, “Yo logré”, etc.

Colocamos al Yo como el máximo responsable de nuestra vida y de todo lo que sucede en ella y olvidamos que somos creación de Dios, sus hijos y coherederos con Cristo, que es Él quien nos ha dado los talentos y dones, que somos simples administradores y no creadores.

Pero la verdad es que Dios es nuestro proveedor, es quien nos da la vida, la inteligencia, los talentos y los dones, nos da la salud y la fortaleza, y es quien nos abre puertas, puerta que ningún hombre puede cerrar. Dios primero creo todo lo que existe y luego al hombre, a quien colocó como administrador. Eso es lo que somos, administradores, no creadores, pero parece que lo olvidamos.

Dios creó primero los cielos y la tierra, luego creo la luz, luego la luz y el firmamento, luego creó la vegetación, hierba, semillas y árboles con fruto, luego el sol y la luna y las estaciones, luego creó los animales en el cielo, tierra y agua, animales domésticos y salvajes los creó, y luego hizo al hombre a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó, y los bendijo, y le dio dominio sobre todo lo que había sobre la tierra (Génesis 1:1-31).

El mundo está lleno de genios vagando en las calles, de hombres sabios que han caído en la locura, de brillantes empresarios que lo perdieron todo en un minuto, de personas atractivas que envejecieron, de hombres multimillonarios que nada pudieron hacer ante una enfermedad severa, de grandes médicos y científicos que no han logrado vencer a la muerte “¿Y quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora al curso de su vida?” (Mateo 6:27).

No podemos olvidar que la fuerza de voluntad es perecedera, mientras que el poder del Espíritu Santo es eterno (Gálatas 5:16), que “El corazón humano genera muchos proyectos, pero al final prevalecen los designios del Señor” (Proverbios 19:21), que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman” (Romanos 8:28), que todos sus planes para nosotros son de bienestar y no de calamidad (Jeremías 29:11) y que debemos confiar en Dios con toso nuestro corazón y no apoyarnos en nuestra propia prudencia, en nuestra autosuficiencia (Proverbios 3:5).


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