10. No sé qué Hacer
Imagínate a ti mismo como uno más en esa miríada de personas que salió del yugo egipcio y partió con rumbo a la libertad, a una tierra prometida. Imagina aquel primer día de viaje, retozando y bailando de alegría, pues tu Dios, tu Padre Eterno rompió las cadenas que te ataban. Estás convencido que todo, absolutamente todo saldrá bien. Los momentos malos han quedado atrás. Todo será color de rosa.
De repente, miras hacia atrás, tu enemigo te asecha. Esos demonios del pasado te persiguen. Aquellos que en otrora fueron tus captores te asedian. Quieren tomar todo de ti. Tu familia, tus pertenencias, tu dinero y hasta tu vida. Sin embargo, sigues adelante, pues tu Señor está contigo. Cuando menos lo esperabas te encuentras de frente con una gran muralla de agua, que a la vista se te antoja insalvable. Tus deudas, tus perseguidores, tus enemigos te asechan. La esperanza de abandona de sopetón, se fuga de tu corazón como arena entre los dedos. Caes de hinojos. Tus manos sobre la arena. Todo está perdido. Ya no hay nada que puedas hacer. Piensas – El Señor ya no está conmigo.
Pero Dios en su infinito amor abre un sendero en donde creías que no lo había. Separa las aguas. Hecha abajo esa muralla mental de agua que te habías hecho. El aire llena tus pulmones. Un suspiro. De nuevo estás en camino hacia esa tierra donde brota leche y miel. Tus enemigos han quedado rezagados, anegados por su propia maldad y maledicencia. El curso de las circunstancias retoma su cauce. Todo estará bien. Papá aún está contigo.
Con el paso del tiempo, ves cómo te vas adentrando en un desierto espeso, caliente y seco. Tu Padre te dice que no hay de qué preocuparse, que Él está contigo, que todo estará bien. Pero a cada paso, sientes la arena en tu boca y los rayos del sol sobre tu rostro. La sed empieza a causar estragos. El sudor cae por tu frente, traspasando la barrera natural que forman tus cejas. Gotas salobres inundan tus ojos. Tu vista se nubla por momentos, al igual que tu razón. El hambre abunda. Las fuerzas flaquean. Quieres llorar.
Con las manos unidas, en pos de súplica, miras al cielo buscando una respuesta. Dios habla. Te dice que no hay de qué preocuparse, pues Él está contigo. Suple tus necesidades básicas. Las bestias del hambre y sed son vencidas. Una cantidad justa de maná es puesta en tu mesa en cada día. Los monstruos del hambre y sed han sido derrotados. Una preocupación menos. La gloria es de nuevo para Dios.
Aun cuando tu hambre y tu sed han sido saciadas, los demonios del inconformismo, la ambición, la desesperación y la desidia espiritual revolotean sobre tu cabeza, deseosos de hacerte su presa. En un momento de descuido, en ese justo instante en donde has dejado relegadas tus armas espirituales en un rincón de la estancia, y la oración y el agradecimiento constantes al Creador ya no son tu principal opción, como aves de rapiña tus demonios se dejan caer en picada, blandiendo peligrosos zarpazos y desgarrando en jirones tu fe. La bestia insufla unas pocas gotas de veneno en tu mente, invadiéndote poco a poco el alma. Ya nada te sacia, quieres más. Crees que mereces más, aunque en el fondo sabes que no mereces nada. Sabes que todo es por gracia. Pero el veneno te ciega, no ves las maravillas que se ciernen sobre ti día a día, no percibes los milagros que Dios hace en tu vida. Miras tu mesa, el maná ya no es suficiente. Reclamas a gritos aquellos majares de antaño. Miras atrás. El pasado te abraza con recuerdos de otra vida. Lágrimas se te escapan por lo que fue y ya no es, por lo que pudo haber sido, pero no fue.
Baal se te revela como bendición de otra vida, rodeándote con brazos de engaño te hace creer que todo lo pasado fue mejor. Entonces eriges becerro de oro y añoras tu vida pasada. No te importa volver a cargar tu cepo, pues era cepo de oro. Al ver cómo te pierdes, el Señor deja ver su ira. Pero no es ira de odio, es ira de dolor porque te ama y su corazón no soporta ver la forma en que rehúsas seguir el camino, la verdad y la vida. Pero Dios te ama, y no se dará por vencido contigo. Te da una Palabra. Un mandamiento. Te revela el pecado para que no caigas en la trampa. Nuevamente te levantas y decides retomar el rumbo. Sigues en el día a la nube, y en la noche la columna de fuego te encauza. Te entregas al Señor. Que se haga en ti su voluntad.
Sigues tormentosa travesía, y aunque ni tú vestido ni tú calzado se han desgastado, reclamas al Señor pues en medio del desierto, no ves atisbo de tu esperanza el vergel. Nuevamente te derrumbas. Tu fe flaquea. Nuevamente reclamas al Señor su supuesta ausencia. Ya han pasado, días, semanas, meses, tal vez varios años. Ves todo en blanco y negro. La esperanza te abandona. Tu Padre, quien sabe lo que necesitas, te provee de agua y alimento diario, pero no te satisface. Te sientes sin rumbo y algo confundido. No distingues el norte del sur. Solo vez un horizonte incierto. Crees que ya no vales nada. Te sientes improductivo. Miras sobre tu hombro, te percatas de un camino recorrido pero sientes que no has avanzado nada. Te preguntas -¿será que Dios me ha abandonado? ¿Será que sus promesas no eran para mí? ¿Será que no soy digno de algo mejor? ¿Será mi destino morir ahogado por la arenas del desierto?- En tu vida reina la confusión, y le dices a tu Señor – ¡No sé qué hacer!-
¿Cuántas veces has pedido a Dios algo en oración? ¿Cuántas más has recitado la oración que Jesús nos enseñó? ¿Cuántas veces has dicho: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo?” ¿Cuántas veces has reparado en las palabras que forman tu oración? ¿Te das cuenta de que cada vez que dices esas cosas está afirmando que los propósitos de Dios son más importantes que los tuyos?
A algunas personas se les agota la confianza en Dios porque les parece que él no está haciendo lo que ellas quieren y cuando quieren. Piensa por un momento en cuál es el mayor deseo de Dios para ti. No es que seas rico, ni famoso, ni siquiera que estés cómodo; es llevarte al cielo a través del campo minado de la vida terrenal.
Permite que el objetivo final de Dios para tu vida sea tu meta también. Reemplaza tu confusión con esta claridad: “Así que no nos fijamos en lo visible sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno” (2 Corintios 4:18). Deja de fijarte en lo que no tienes o en lo que has perdido. Mira hacia adelante en donde está el verdadero tesoro “Olviden las cosas de antaño; ya no vivan en el pasado. ¡Voy a hacer algo nuevo! Ya está sucediendo, ¿no se dan cuenta? Estoy abriendo un camino en el desierto y ríos en lugares desolados.” (Isaías 43:18-19).
Dios te ama, pero necesita que pases por el desierto para pulirte. Te sacó de una vida de ataduras y esclavitud. Una vida que te llenó de malos hábitos. Una vida en la que te acostumbraste a los estándares del mundo y no conocías del amor y misericordia de Dios. Una vida que no era completamente satisfecha. Una vida que te dejó costra en el alma y que no permitía que el Santo Espíritu tomara las riendas de tu vida.
“Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día. Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento” (2 Corintios 4:16-17)
En el Reino de los Cielos no existen cosas o experiencias malas. Dios todo lo dispone para el bien de quienes lo aman (Romanos 8:28). No te dejes engañar. No pierdas el norte, Aunque estés en medio de una tormenta en el desierto, aunque la arena nuble tu visión, aunque en lontananza el cielo se una con el suelo, aunque las circunstancias aparentemente se tornes contrarias, no pierdas la fe, cree en tu Señor pues “Dios no es un simple mortal para mentir y cambiar de parecer. ¿Acaso no cumple lo que promete ni lleva a cabo lo que dice?” (Números 23:19).
Recuerda lo que el Señor te dice “Yo estoy contigo. Te protegeré por dondequiera que vayas, y te traeré de vuelta a esta tierra. No te abandonaré hasta cumplir con todo lo que te he prometido” (Génesis 28:15). “Ya te lo he ordenado: ¡Sé fuerte y valiente! ¡No tengas miedo ni te desanimes! Porque el Señor tu Dios te acompañará dondequiera que vayas.” (Josué 1:9).
Buen viaje y que Dios te bendiga.