Aún recuerdo la frase ¡Por qué no te callas! pronunciada por el rey español Juan Carlos I, el 10 de noviembre de 2007, dirigida a un presidente latinoamericano en la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, ocurrida en Santiago de Chile. Esta frase le dio la vuelta al mundo y se hizo popular, o viral como se dice ahora, entre las personas de todas las latitudes del orbe, para invitar a ciertos contertulios a parar o detener su verborragia o quejadera.
Pues el Señor en Su Palabra también nos lanza esta misma frase (Salmos 37:7), pero no invitándonos sino ordenándonos que paremos de quejarnos. La queja en si, no es mala si se entiende desde una de sus acepciones como "Expresar con la voz el dolor o pena que se siente", siempre y cuando lo hagamos a solas y rendidos ante los pies del Señor, quien debe ser el único receptor de nuestras cuitas y quien a la postre nos brindará el tan anhelado descanso (Mateo 11:28).
A lo largo del relato bíblico vemos como la mayoría de sus coprotagonistas (pues el único protagonista es Dios), se vieron enfrentados a momentos de angustia y dolor, elevando suplicantes su queja a los oídos del Señor y esperando postrados ante Él, alivio y descanso.
Se quejó Moisés al creer que Dios lo iba a dejar solo en su comisión, así mismo lo hizo la suegra de Rut (Nohemí) en medio de su reciente condición de viuda y desposeída, lo hizo José durante su cautiverio en la casa de Potifar y en medio de sus desventuras, así como aquella viuda que quedó con la deuda de su difunto esposo, varios hijos y sin medios para sostenerse, y así muchos otros. Pero el común denominador de estas quejas fue que todos las trasmitieron puestos de hinojos (rodillas) ante el Señor y con el corazón contrito y humillado, esperando con certeza y convicción (Hebreos 11:1) de Él la victoria.
En nuestro caso las quejas son distintas, pues lo que hacemos es que a través de ellas manifestamos el resentimiento o disconformidad que tenemos hacia otra persona o de alguna situación, o nos lamentamos por nuestra actual condición, porque no somos, no hacemos o no tenemos lo que esperábamos, no refrenamos nuestra lengua conduciéndonos a la desdicha y convirtiéndose en el azote con que flagelamos nuestra existencia.
Y como si bastara poco, lazamos este tipo de quejas a diestra y siniestra, en público, como esperando (consciente o inconscientemente) el pesar y la consideración de nuestros semejantes. No doblamos las rodillas. No nos rendimos a los pies de Cristo, y si lo hacemos, lo hacemos en pos de reclamo, sin humildad, creyendo merecerlo todo, pidiendo (a veces exigiendo) la restauración de nuestros derechos, aquellos que creemos, nos hemos ganado.
Este tipo de queja es nocivo, corrosivo, destructor. Nos aleja de la hermosa presencia del Padre y su hijo Jesús. Nos separa de la gracia y nos enfila al barranco de la muerte y destrucción.
Ante este tipo de queja el Señor te dice "Guarda silencio y espera en mí con paciencia; no te irrites ante el éxito de otros, mucho menos de los que hace iniquidad o maquinan planes malvados. No te dejes llevar por el descontento, mucho menos por la ira; no te irrites, pues esto repercutirá en mal hacia ti y los tuyos, contaminando a otros, convirtiéndote en piedra de tropiezo. Ten paciencia y espera en el Señor, pues solo los que aguardan en Él y se contentan con lo que son, tienen y hacen, heredarán la tierra y serán objeto de bendición, los demás serán destruidos (Salmos 37:7-9).